Con todos los precandidatos puestos casi en el partidor, es urgente rayar la cancha para conocer de una vez el juego que jugaremos a partir de julio de 2021. Y para que el electorado entienda qué se está jugando y la seriedad que tiene. Lo primero es que, ante la urgencia de la crisis económico-sanitaria que se nos intensificará, no hay tiempo para aprendices.

Los políticos no pueden llegar a la Presidencia a hacer currículum o tomarse la foto para los nietos. En vez de ello, deben demostrar que pueden tener las soluciones a los peruanos y que ya vienen con lo necesario para lograr el cometido.

Lo cual nos lleva al segundo punto: deben ser candidatos con probada capacidad de convocatoria a equipos de alto vuelo en la acción política, las políticas públicas y la gestión pública, para desarrollar un programa de gobierno que se concentre en lo que configura el crucial aspecto tercero, es decir, el contenido de su propuesta de valor.

Y esta no puede ser sino el abatimiento, ahora sí, de cuatro verdaderos jinetes de nuestro apocalipsis: la informalidad, el centralismo, la pobreza y la delincuencia. Todo ello con el telón de fondo de la recesión ya advertida y en el más enrarecido clima político del que se tenga memoria, donde mafias adheridas a las mamas del Estado se pelean por sostener sus posiciones de privilegios tanto desde las burocracias, como desde cierto sector mercantilista empresarial y de la propia clase política.

Nunca desde 1990 el Perú se ha jugado tanto en una elección. Por eso, no es momento de dejarse ganar por la emoción, ni siquiera por el amor o el odio. Es tiempo de comprender que el reto nos obliga a acudir con nuestras mejores armas.

Que la experiencia de improvisación, timidez y mediocridad que nos han dejado los tres gobiernos de la última década, nos deje alguna lección de valor, para no vernos enfrentando grandes contiendas con equipos de segunda.