Tras las declaraciones del exjefe de Odebrecht en el Perú, Jorge Barata, es evidente que en nuestro país se ha convertido en un negocio rentable ser candidato a algo y participar en una elección, pues si la postulación tiene posibilidades de salir victoriosa, siempre habrá empresarios, proveedores del Estado o “benefactores” dispuestos a soltar dinero del que nunca habrá que rendir cuentas.
Ahí tenemos a inicios de este siglo la denuncia de que parte del dinero que llegó a manos de Alejandro Toledo para “recuperar la democracia” fue a parar a un banco de Carolina del Norte. Igual sucede con Ollanta Humala, pues muchos de los que participaron en sus campañas aseguran que nunca vieron los “beneficios” del dinero llegado de Venezuela o los $3 millones en efectivo dados por Odebrecht.
Queda claro que los sistemas de control de fondos de campaña han sido todo menos rigurosos y eficientes. La política no debería ser un negocio en el Perú, una herramienta vil para lograr la “inclusión social” en nombre de los pobres y la lucha contra la corrupción. Tenemos también el caso del aprista Luis Alva Castro, quien recibió dinero de los brasileños que, al menos formalmente, no ingresó a las cuentas del partido. ¿Se lo quedó él? ¿Lo compartió con otros?
A la política se entra para servir, no para sacar plata a fin de asegurar el futuro aunque no se gane. Esa época de los maletines con dólares que se quedan en casa o en cuentas bancarias personales tiene que ser parte del oscuro pasado que hemos venido a conocer con las corruptelas de Odebrecht y otras constructoras, que tuvieron la “virtud” de saber que en nuestro país muchos tienen un precio.