En un encendido discurso desde el emblemático Independence Hall de Filadelfia, Joe Biden llamó el jueves a defender la democracia “poniéndose de pie” en contra de quien considera sus enemigos con nombre propio: Donald Trump y sus seguidores.
Para Biden, ellos “representan un extremismo que amenaza los cimientos mismos de nuestra república”. Al decir que “durante mucho tiempo creímos que la democracia estadounidense estaba garantizada, pero no lo está” me hizo imposible evitar recordar la célebre frase de Jefferson: “el árbol de la libertad deber ser regado de vez en cuando con la sangre de tiranos y patriotas”. Así, con premeditación o no, terminó pronunciando uno de los discursos más divisionistas que se recuerde en los EE.UU. Porque desde la presidencia ha trazado un parteaguas no sólo político sino sobe todo, moral.
En la idea de Biden, solo se está del lado de la democracia si se piensa como él, si se acepta lo que dicen los del Partido Demócrata. Y si se abstienen los ciudadanos de pensar como ellos quieran. Peligroso llamado que puede desatar un macartismo infame sobre una parte muy significativa de sus compatriotas. El presidente debe recordar que los resultados oficiales de la elección en que ganó la presidencia, incluso asumiendo que no fueron controversiales, arrojaron que casi 75 millones votaron por Trump. A ellos les está diciendo enemigos de la democracia. No está discriminando a una minoría, sino reclamando todo EE.UU. para su propia cosmovisión.
Si él piensa que Trump tiene tanto poder para “lavarle el cerebro” a millones, se vuelve a equivocar. Si existe Trump y el movimiento MAGA, existen porque algo anda muy mal en la democracia estadounidense. Y no sólo en el sistema de votación, sino en el tipo de sociedad que vienen construyendo y en un Estado que poco o nada responde a las demandas de grandes bolsones de estadounidenses que no se identifican con el “progresismo” demócrata. Medio país. Y es que Trump es el síntoma, no la enfermedad.