La delincuencia organizada, como el terrorismo, busca doblegar al Estado con su fórmula básica: causar terror. Y lo logra porque entiende que en un país dividido: por un lado, sus autoridades; y por otro, sus ciudadanos, es fácil reinar. Mientras todos se cuestionan entre sí, de quiénes son los causantes de la inseguridad, las organizaciones criminales se unen e injertan para dominar territorios.
El fenómeno de la extorsión comenzó en el norte del país hace unos 20 años, aproximadamente, con bandas delincuenciales que pasaron de robar en casas y negocios a secuestrar y extorsionar a empresarios. Desde Lima parecía lejana que dicha distorsión de la sociedad pise sus distritos populosos, menos que sus zonas exclusivas estén a merced de las organizaciones criminales.
En el gobierno de Toledo no se estableció una estrategia enérgica contra los delincuentes organizados, tal vez porque no se trataba de la capital. Y en el quinquenio de su sucesor, García, se armó un escuadrón de la muerte en Trujillo que lo único que logró fue beneficiar a otros bandidos y derramar sangre. El estado de emergencia no funcionó, sino que obligó a los hampones a refinar sus planes.
El planeamiento de Humala fue descabezar las direcciones policiales territoriales del país: retiró generales y dejó coroneles. La situación empeoró porque la reforma acabó con la parte operativa y se centró en lo administrativo. El cambio de mando policial tuvo otro enfoque: pasamos de una represión sinsentido a un letargo peligroso, lo que fue aprovechado por el hampa.
Finalmente, los últimos presidentes (PPK, Vizcarra, Sagasti y Castillo) se dedicaron a aferrarse al cargo a la par que las fronteras eran unas coladeras. Con esa invasión del hampa venezolana, colombiana y ecuatoriana, la delincuencia nacional parece superada en ferocidad y siniestralidad, en un nuevo terrorismo que desafía al Estado.