Una montaña de críticas se han desatado en Hollywood al conocerse que todos los nominados a los codiciadísimos premios Óscar son artistas de raza blanca. Una paradoja resulta que la presidenta de la Academia de Cine, Cheryl Boone Isaacs, es negra. Los rumores previos a la esperada ceremonia de reconocimiento han dado un giro total de fondo sobre las históricas diferencias entre blancos y negros en un país que se atribuyó ser reconocido como una nación donde convergen todas las sangres. La industria del cine estadounidense es tan poderosa como el Pentágono o la CIA, esa es la verdad. Su composición, más de 6000 miembros, es absolutamente desigual. Cerca del 94% de sus miembros son blancos. Esta cifra porcentual difiere del país mismo donde los negros no superan el 13.2 % de la población total. El país más poderoso de la tierra lleva el racismo a cuestas desde que se hizo como nación independiente. La doctrina del Destino Manifiesto irrumpió en la sociedad, a mi juicio, fracturándolo sin poder todavía superarlo. Ni Abraham Lincoln ni John F. Kennedy, el primero aboliendo la esclavitud negra y el segundo concediendo derechos nunca antes alcanzados para los negros estadounidenses, pudieron ser emulados por gobernantes que abordaran el problema de raíz. La marchita y acomplejada carga sigue lacerándolos. En los últimos años hemos visto manifestaciones punzantes que desnudan la impotencia de los gobernantes para superar la referida fractura social, hoy llevada hasta el mundo del séptimo arte. Toda la vida se ha hablado del racismo contra los negros y ahora se pone en la palestra el racismo contra los blancos, pero en el fondo es culturalmente lo mismo.

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