Ha sido histórico el reciente encuentro entre el Papa Francisco y el Patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, Kirill, en el aeropuerto internacional de La Habana durante su viaje camino a México, su destino final, y en donde permanecerá por varios días. La unidad de la Iglesia tuvo su punto de quiebre en 1054. El cristianismo, que habla doblegado al paganismo en los primeros tiempos de la Iglesia primitiva, se impuso en Roma, entonces centro del mundo, gracias a que fue el emperador Constantino en el siglo IV el que la oficializó como religión en aquel imperio todavía importante, pero con inexorable destino hacia la decadencia. La calidad de ser considera la Iglesia como única, santa y apostólica, entonces, sufrió la primera gran escisión a la que siguió, entrado el Humanismo y el Renacimiento en plenos siglos XV y XVI, la Reforma religiosa con Martín Lutero en Alemania, Juan Calvino en Francia y el afamado Enrique VIII, quien fundó el Anglicanismo en la hoy Gran Bretaña. Desde Juan Pablo II, los esfuerzos por el ecumenismo o tolerancia con otros credos por la Iglesia han sido notables. Hay que decirlo. Francisco, que le ha dado un nuevo sello al catolicismo, lo sabe y por eso su elevado interés en que se produjera este encuentro que ha concitado la atención internacional. Ya sabemos que el Patriarca Kirill ha sido muy asociado al presidente Putin, pero a Francisco, lejos de verlo como un obstáculo, lo asume como un medio idóneo para la paz. Francisco aprovecha al máximo su condición de actor influyente en la sociedad internacional para allanar contextos que permitan los arreglos pacíficos como los que mantiene Occidente con Rusia luego de su anexión de Crimea.