La campaña de la segunda vuelta electoral ha sido un campo minado de impulsos lamentables, de torrentes de desprecio clasista y racista. Es verdad que la élite tiene también miedos legítimos por la improvisación de Pedro Castillo y por el anacronismo de su plan primigenio, el ideario del señor Cerrón. Pero más allá de esto, dentro y fuera de la élite brota aquello que no hemos podido vencer a pesar de los años y los celebrados números de la macroeconomía que -decían los entusiastas- nos acercaban supuestamente al primer mundo.

Es decepcionante. Aunque lo sabíamos, golpea igual. Y en ese escenario el comunismo es una suerte de eufemismo, es una justificación. ¿En qué piensan verdaderamente cuando la élite y sus adláteres gritan comunismo y terrorismo? Piensan, por supuesto, en hordas de cholos, indios resentidos, mugrosos que viven amargados por lo que no tienen y por su incapacidad para salir de la pobreza. Dejémonos de hipocresías. Ese grito de “respeta mi voto” que salieron a enarbolar en esa marcha limeña del fin de semana no era otra cosa que la proclamación de la desigualdad. “Mi voto vale más, respeta ese voto mío, igualado”. ¿Qué significa acaso querer anular el voto rural, ese acto de sufragio que es el único momento en que un peruano desposeído vale igual que cualquier otro de cualquier lugar del Perú? Ese voto es el que buscan anular, justamente, bufetes de abogados prestigiosos y ricos de la capital. ¿Es esta la democracia que decían defender? ¿Qué hace falta para detener este deterioro al que nos están condenando desde el 7 de junio?

¿Habrá salida después de esto?