La República Islámica de Irán siente que está contra el reloj. Los cerca de diez años de sanciones económicas, principalmente de EE.UU., la golpearon de manera letal en su proceso de crecimiento y desarrollo. De allí que la decisión de aceptar negociar con los países miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania -con el protagonismo de Washington de por medio- un programa nuclear cuya satisfacción mutua entre las partes ha devenido en el levantamiento de las referidas sanciones, resulta alentador. Desde ese histórico suceso y con pura diplomacia de por medio para concretar su éxito, el gobierno del presidente iraní Hasan Rohani no se ha detenido en relanzar internacionalmente al país. La idea es volver a darle el protagonismo con el que un país rico en petróleo y gas, y geopolíticamente uno de los más importantes del Medio Oriente, cuenta para recuperar espacios de influencia. La economía iraní seriamente doblegada está decidida al cambio. En ese contexto, y luego de cuatro días de una fructífera gira por Europa, la delegación iraní encabezada por su presidente tiene una sola lectura: Irán está en una renovada etapa de su vida internacional. La credibilidad del país está a prueba esperando del gobierno signos visibles que muestren, por ejemplo, su alejamiento del tráfico de armas, un asunto que se le ha imputado reiteradamente. El papa Francisco, a quien visitó la comitiva persa, ha sido directo al requerir una posición frente al terrorismo internacional “promoviendo soluciones políticas adecuadas”. Está claro que Irán, un Estado teocrático chiita con 80 millones de habitantes, está decidido a todo en la idea de no perder poder en la región.
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