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Ha hecho bien Ernesto Blume, el presidente del TC, en sobreponerse a su personal emergencia médica para atender con urgencia la quebrantada institucionalidad del país. Se ha levantado de la cama y pospuesto su contingencia para atender el llamado, primero, de su conciencia, y, después, del Congreso, de la OEA, de la Comisión de Venecia, de la Defensoría del Pueblo, de instituciones serias como la Confiep, de la gran mayoría de los más respetados constitucionalistas y de una minoría de opinólogos que nos negamos, con fiereza, a agachar la cabeza y a prepararnos para aceptar las tempestades y destrozos del huracán abusivo de los hechos consumados. No se pasen. Somos un grupo -y no somos pocos- que no nos tragamos la farsa de la cuestión de confianza sin firma del gabinete, la estulticia de la negación fáctica y la bobería de la usurpación de funciones. Tampoco nos amedrentan las magnificadas cifras de las encuestas, los insultos cobardes de las redes sociales ni el ataque alevoso y absurdo de homologar la discrepancia con una supuesta condescendencia con la corrupción o el aprofujimorismo. Por eso nos complace estar del lado de los que no se suben las minifaldas, se aprietan las blusas y agitan pompones para tararearle al Gobierno que todo lo que toca lo convierte en oro y virtuosismo. Estamos muy lejos de las gimnastas zalameras que cortejan al poder. Pertenecemos, sí, al lote de los que aspiramos a que de los aserrines de la democracia surja la caoba de la verdad, cepillada con argumentos curtidos y convincentes, labrada con jurisprudencia, y que una institución que defiende la institucionalidad y los fueros, sin números, favoritismos ni politiquería, le demuestre al país -en mayoría o en minoría- que la repetida historia de cerrar el Congreso cuando no se tienen los votos es un inobjetable quiebre de la Constitución y, por ende, un golpe de Estado. Necesitamos que el TC descubra los subterfugios del ardid, los extramuros de la patraña, los filtros de la bufonería, y que nos asegure que Martín Vizcarra va a tener que rendirle, más temprano a los tribunales y más tarde a la historia, las cuentas de una decisión urdida por extranjeros irresponsables, apoyada por un gabinete cómplice, sedienta de aplausos y a la que accedió por la puerta falsa de la democracia.