El coronavirus plantea, por desgracia, un dilema moral. Técnicamente, desde lo sanitario, hay razonable consenso mundial de que el aislamiento social es la mejor alternativa para confrontar esta pandemia, por las características que tiene, especialmente su rápido contagio y su relativa imprevisibilidad que no permite detectarlo a tiempo. Pero esta solución, también técnicamente, pero desde lo económico, es insostenible pasado un tiempo relativamente corto. Porque la parálisis de la economía puede amortiguarse solo hasta cierto punto.

En el Perú, los paliativos no alcanzan a cubrir las necesidades de gran parte de la población que vive en pobreza y pobreza extrema o pertenecen a una precaria clase media. Incluso muchas empresas interrumpirán las cadenas de pagos y procederán a quiebras y despidos. En adición, cada vez que se activan estímulos estatales se deterioran los equilibrios macroeconómicos.

Si a esto se añade que cada vez que se extiende un paliativo, se activan incrementos en el gasto público, oferta monetaria y, eventualmente en la deuda externa, entonces el efecto sobre la economía a largo plazo será más intenso y la recuperación más prolongada. Una situación así podría gatillar un conflicto social alimentado desde varios frentes y con pronóstico reservado, con el agregado de un incremento de la economía informal y muy seguramente, con aumento de la delincuencia urbana.

Por cierto, un apocalíptico escenario como este, que en este punto está más cerca de la prognosis realista que de la ciencia ficción, también generaría sus propias bajas en la población. Por tanto, en estos días de cuarentena, habrá que tratar de aplanar, todo lo que se pueda, la curva de crecimiento exponencial del contagio. Para esto, el rigor para el cumplimiento debe ser draconiano. Porque ya no será viable confinar a la gente. Si queremos salvar vidas, debemos balancear dos riesgos: el de contagio y el de empobrecimiento. Terrible trade off. Terrible decisión.