Desde hoy el Perú y el mundo serán testigos del inicio del juicio oral contra el último golpista de nuestra historia, Pedro Castillo, quien junto a su camarilla en la que “destacan” tres de sus exministros, tendrán que responder desde el banquillo por su clarísima intención de romper con el mandato de la Constitución, cerrar el Congreso, adueñarse del sistema de justicia que hoy lo procesa, hacer detenciones arbitrarias y convocar a una asamblea constituyente, todo pisoteando el Estado de derecho y la legalidad.

Por eso, es de esperarse que el Ministerio Público y el Poder Judicial actúen con total profesionalismo y transparencia, a fin de que el golpista y sus cómplices no salgan a afirmar lo que suele afirmar todo político corrupto y sinvergüenza en problemas: que son objeto de persecución política porque se enfrentaron a los “grupos de poder”, a “las mafias” o “al periodismo”, cuando es evidente que estamos ante los responsables de un quiebre del orden constitucional.

Más allá de los testigos citados y las evidencias que serán mostradas en el proceso que se estima dure hasta agosto de este año, los peruanos y los ciudadanos de cualquier país del mundo podrían dar testimonio de la patética presentación televisada del cabecilla de los golpistas, quien con banda bicolor en el pecho y desde el mismísimo Despacho Presidencial, anunció el fin de la democracia en el Perú, en momentos en que estaba cercado por gravísimas denuncias de corrupción por las que también tendrá que responder.

Un proceso limpio y que cumpla con todas las exigencias internacionales servirá también para tratar de cerrarle la boca a los escuderos que aún le quedan al golpista en el mundo, como la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, una pobre señora que vive en otra galaxia. Y líneas arriba pongo “para tratar”, porque es evidente que esta gente cegada por una ideología fracasada no va a cambiar de parecer ni siquiera frente a la realidad ni a una sentencia por más impecable que pueda ser.

La sentencia contra Castillo y sus secuaces debe servir para sancionarlos como manda la ley, pero también para que desde el orden constitucional y legal se envíe un claro mensaje a cualquier potencial aventurero, civil o militar, en el sentido de que con la democracia no se juega, y de que cualquier aprendiz de tirano puede ir a parar a la cárcel como el profesor que no podrá salvarse ni poniendo cara de pobrecito, ni llorándole a influyentes escuderos internacionales, ni teniendo decenas de abogados que nadie sabe quién paga.