La experiencia electoral reciente ha incorporado la necesidad que los candidatos presidenciales firmen hojas de ruta (2011), declaraciones de respaldo promovidas por alianzas políticas u organizaciones de la sociedad civil (2021), con la finalidad de conducir los planes de gobierno hacia el centro político y establecer compromisos con la ciudadanía; en especial cuando al menos uno de los candidatos brinda dudas sobre sus credenciales democráticas.

Se trata de un documento numerado con obligaciones de hacer, y no hacer, de llegar al ejercicio de poder. Con su firma, el o los candidatos signatarios hacen la promesa de respetar los derechos civiles y políticos, cumplir su mandato, no buscar la reelección ni disolver arbitrariamente el Congreso, así como garantizar la inversión y propiedad de los medios de comunicación; sin embargo, no se compara con el mejor invento creado por una comunidad política: la Constitución. Un pacto de límites al ejercicio del poder para asegurar toda una esfera de derechos fundamentales a los ciudadanos.

En la práctica, los bien intencionados acuerdos no pasan de ser un gesto importante entre demócratas, una carta de compromiso o candado ético, pero sin poder reclamar su cumplimiento ante un juez o tribunal. La razón es que consisten en documentos que no crean un vínculo jurídico entre gobernantes y gobernados, sino una promesa o expectativa futura que, si se incumple, sólo producirá el reproche ciudadano contra el candidato que no honró su palabra en campaña.

Por eso, el valor que la Constitución tiene en comparación con cualquier otro instrumento político es su efecto vinculante, es decir, su obligada observancia por cualquier autoridad, funcionario o persona. Si el presidente quebranta la constitucionalidad perderá la legitimidad ganada en los comicios, por afectar las reglas de juego democrático en un Estado de Derecho.