Ayer el Vaticano relució de celeste. No podía ser de otra manera, pues el papa Francisco había recibido en audiencia especial al presidente de la Nación argentina, Mauricio Macri, que había llegado hasta la sede pontificia con su neófita, pero entusiasta delegación palaciega.

Es probable que la reunión entre estos dos jefes de Estado, de nacionalidad argentina, haya producido la química que jamás S.S. Bergoglio consiguió con la señora Cristina Fernández por más que esta se haya querido esforzar -lo dudo- en recomponer una relación bastante tirante desde cuando el Papa todavía era el mayor purpurado de la Iglesia argentina.

Macri es otra cosa y estoy seguro que el Santo Padre ahora sí ya debe tener previsto realizar el esperado y varias veces anunciado viaje a su tierra natal, esta vez como Obispo de Roma.

Impensable para Francisco llegar a Buenos Aires en el contexto del gobierno de la era kirchnerista y menos en una época electoral que ya pasó. Las condiciones, entonces, están allanadas y seguramente Macri, que ha resultado un presidente con elevado interés por la política internacional -desde que asumió la Presidencia en diciembre último está viajando por diversas partes de Europa y de otros espacios del globo y recibiendo a importantes líderes internacionales en la Casa Rosada-, no ha desaprovechado la oportunidad para sellar la invitación al 266° pastor de la Iglesia. Es verdad que no ha sido revelado en la nota de prensa conjunta dada a conocer por las vocerías de ambos Estados, pero en diplomacia la variable oportunidad juega su partido y Macri, que se muestra imparable en la diplomacia presidencial, estoy seguro no la ha dejado pasar.