El próximo martes se dilucidará si Donald Trump puede retener la Presidencia de EEUU por cuatro años más o si la cederá a Joe Biden. Antes de la pandemia, Trump venía perfecto: una economía creciendo, el desempleo en históricos niveles bajos y una moral empresarial recuperada para los estadounidenses, junto a una sensación de que su país volvía por la grandeza perdida. Por si fuera poco, Biden era aún más perfecto como rival, pues sus performances públicas lo dejaban como un hombre mayor con severos problemas por la edad y como alguien cuya moral personal, no tenía límites a la hora a “mostrar sus afectos” a las mujeres de su entorno. Pero la Covid-19 le cayó del cielo a Biden. No solo arrasó la economía y de un plumazo le endilgó números rojos a Trump, sino que al hacer imposible una campaña de exposición pública intensiva, sus apariciones fueron mínimas y sus colaboradores lo pudieron mantener fuera de las cámaras. A los anti –Trump solo les ha importado dar rienda suelta a sus bajas pasiones y preparan su vendetta. Tampoco les importa lanzar a EEUU a un barranco sin vacío, incluyendo la posibilidad de reemplazar a un Biden con problemas de salud, con su candidata a vicepresidenta Kamala Harris, una socialista radical que haría palidecer al mismo Bernie Sanders.

Biden llega favorito, pero solo por diez puntos, poco, si se atiende a que Trump ha sido víctima de la más orquestada, persistente, multimillonaria y multimodal campaña de anti-marketing de la historia política universal. Pero algo en el ambiente mantiene en vilo a los demócratas todavía. Y es que saben que Trump es un monstruo gigante del que hay que cuidarse mientras todavía se mueva. Y se sigue moviendo. Ni padecer en carne propia la Covid-19 lo detuvo. Ojalá siga así porque todavía puede ganar en una remontada de ribetes de hazaña. Con la geopolítica que se nos viene, no es EEUU, sino todo Occidente, el que lo necesita. Esta elección definirá la década para el mundo.