La política es el arte de hacer confluir múltiples intereses diferentes, en acciones concretas y posibles, dado un tiempo y un espacio. Si todos pensáramos igual o no tuviésemos intereses diferentes, solo bastaría que uno actúe y todos quedarían satisfechos. El resultado sería el deseable a la polis. Los intereses diferentes y contrapuestos nos obligan a comunicarnos. Luego, el lenguaje es la materia prima de la política, del mismo modo que los números lo son de la ingeniería. Y así como no habría ingeniería sin los números, tampoco existiría política sin las palabras.
Por ello la política requiere de la comunicación y del lenguaje. De lo que se desprende que una sociedad que no se comunica, no hace política. De hecho, hace lo contrario: la antipolítica. Nada representa por eso mejor la democracia - la forma de hacer política donde el poder radica en el demos – que los parlamentos. Todo parlamento es incómodo porque obliga a construir acuerdos en la diversidad, muchas veces con gente a la que no quisiéramos cruzarnos en la vida.
Nos obliga a conversar con ellos. Nos obliga a parlar. Y porque nos recuerda que sin importar cuán iluminados nos miremos o cuán tonto nos parezca el pensamiento del otro, la única manera de avanzar en democracia es poniéndose de acuerdo sobre la base de algún criterio. Criterio que puede no ser perfecto, que basta sólo que sea aceptable en ese tiempo y espacio, porque la alternativa puede ser entregarse a la violencia.
Las sociedades pluriculturales y muy atomizadas como la peruana, son particularmente necesitadas de la buena política porque son ecosistemas propicios para la antipolítica. Si encima no hay partidos sólidos, ni cultura política sólida, y además, hay entorno de crisis, solo queda salvar cada tanto el problema con coaliciones. Porque nadie es tan grande como para ganar solo. El arte radica en que, cuando haya que hacerlo, no tengamos que dejar de ser lo que somos. De lo contrario, quizá no valga la pena.