El declive de las naciones se asemeja a la caída natural de las personas. Los signos de la decadencia son palpables, al principio imperceptibles, pero luego se tornan evidentes. Para nadie es un secreto que el Perú ha entrado en una espiral de destrucción y enfrentamiento, que la democracia ha sido violentada y que las formas republicanas aquí no valen nada. Esta tormenta perfecta fue profetizada, porque nada nuevo hay bajo el sol de la política, y por eso sorprende el nivel de ingenuidad o hipocresía con que muchos hoy se rasgan las vestiduras ante lo que ellos consideran el fin del milagro peruano.

Sin embargo, antes como ahora, tan bárbaro es el que destruye la civilización como el que abre las puertas conscientemente al destructor de la ciudad civilizada. Por eso sospecho del llamado al centro civilizado de muchos de los que durante años han jugado a civilizar al tigre radical hasta el punto de volverse expertos en el arte de apadrinar lo indefendible. Lo hicieron con Humala y su chauvinismo subdesarrollado, también con todos los movimientos que durante años han predicado la destrucción de la democracia peruana, flirteando incluso con la locura sanguinaria de la lucha armada marxista. La soberbia, la fatal arrogancia de sentirse superiores intelectualmente, los hizo creer que siempre controlarían a sus criaturas, a sus golems políticos, a sus engendros de ocasión. Lo cierto es que el radicalismo es ingobernable, pues su elemento es la destrucción.

La vida es más compleja que el deseo y por eso hoy contemplamos el incendio paulatino de nuestra sociedad. Los bárbaros lo han logrado, los que llevan la antorcha en la mano y los que les vendieron la gasolina con amor.