Las propuestas de los candidatos presidenciales pueden resumirse en la necesidad alcanzar los estándares de un Estado social, porque ahora sólo somos uno asistencialista e históricamente deficiente. Si fuésemos un Estado de bienestar, la cobertura sanitaria y educativa sería universal y con servicios de calidad para todos; resultado de una justa distribución de la riqueza por el pago de impuestos, para realizar la igualdad material entre los ciudadanos y que no discrimine la condición social, cultural y económica de las personas. Lastimosamente no es nuestra realidad, a pesar de declararnos una República democrática, social, independiente y soberana (artículo 43CP), solo un 12% de la población económicamente activa paga impuesto a la renta.

En la práctica, el Estado ofrece servicios públicos carentes de calidad y eficiencia en tiempos de normalidad, peor todavía bajo una pandemia. La realidad es que los ciudadanos que puedan pagar su educación y salud privada lo hacen, incluyendo a muchos trabajadores informales. Las personas que no puedan acceder a los servicios privados tienen que atenerse a las prestaciones públicas en la forma y modo que brinde el Estado (infraestructura y logística deficiente, escasez de personal médico y educativo).

Si la realidad descrita en el párrafo anterior es cierta, si lo normal es que las coberturas de salud y educación no son atendidas plenamente por un Estado fallido, su negativa ideológica para que los privados formen parte del proceso de vacunación masiva supervisada y regulada por el gobierno, resulta contradictoria con las reales condiciones sanitarias brindadas a la población. Por supuesto que deseamos que el Estado lidere y supervise un proceso de vacunación universal, ordenado y eficiente, pero sin dejar de garantizar el libre acceso a prestaciones de salud a través de entidades públicas, privadas o mixtas (artículo 11CP). El Estado no puede solo.