El caudillismo es un mal endémico en América Latina. Los que llegan al poder luego no lo quieren dejar y suelen creerse indispensables, y lo que es más grave, la gente más vulnerable termina aceptándolo. No siempre lo que digan las mayorías es lo mejor, es parte del costo de la democracia que es imperfecta, aunque sigue siendo lo mejor que tenemos para la administración del poder.

Los líderes políticos de nuestra región no tienen la capacidad suficiente para administrar el traslado o alternancia del poder y por eso cuando lo detentan, terminan embriagados por el deleite de gozarlo permanentemente. Solo por hablar de la última década en América del Sur, lo hemos visto en Hugo Chávez y lo vemos en Rafael Correa y Evo Morales. De este último presidente, lea usted, estimado lector, sus recientes palabras en que pone al descubierto que le cuesta muchísimo verse sin ser presidente. Así lo dijo: “A veces me pregunto, el día que lo deje (el poder), ¿con qué tema voy a madrugar o acostarme a la una de la mañana? Ya me acostumbré...”. “Algún jerarca de la Iglesia católica boliviana dice que es importante la alternancia. ¿Y acaso hay alternancia para el hermano papa Francisco?”. Todos sabemos que el papado es hasta la muerte, salvo que voluntariamente haya renuncia, como sucedió con Benedicto XVI.

Evo se vale del pontificado de Bergoglio para argumentar que él también podría optar por la misma práctica. Todo lo anterior es una muy mala señal. Quien tiene poder puede manipular a las mayorías y entonces la democracia se convierte en una ficción. El fondo del asunto es que a los caudillos les cuesta aceptar que nadie es imprescindible.

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