Dos de los problemas más antiguos de casi todas las ciudades del norte son la administración de los mercados públicos y el comercio ambulatorio fecundado a su alrededor. Por la complejidad o la falta de planes, pocas autoridades se han atrevido a darle una solución: ni privatizan ni titulan. Ni fu ni fa.
De esta manera, los mercados terminan siendo zonas liberadas, donde no son dueños ni los posesionarios de las tiendas ni las propias municipalidades. Ello origina que se pierda una gran oportunidad de ingresos financieros para las comunas y el inicio de la formalización del comercio en el casco urbano.
Cada cuatro años, en las previas de las elecciones municipales, los candidatos suelen acercarse a los comerciantes ofreciéndoles la titularidad de sus puestos con la finalidad de que puedan crecer como microempresarios y acceder a préstamos de financieras locales, como las cajas ediles. Pero, finalmente, no ocurre ni uno ni lo otro, y todo sigue como antes, o peor.
Lo que se requiere es que las ciudades crezcan y se desarrollen, y parte de esto último es permitir o proponer que los centros de abastos cambien de aspecto -y diría también de lugar-. Porque -seamos sinceros- no son espacios para visitar, a diferencia de otros ambientes donde -por ejemplo- se expone el registro de nuestra historia.
Entonces, en vez de cada cierto periodo gastar tiempo y recursos en el reordenamiento y la salubridad de los mercados, debería programarse una solución final que acompañe el desarrollo de estos.
Si quieren darle el registro de propiedad, véndanles las áreas con el compromiso de invertir. De lo contrario, si las autoridades cuentan con planes de inversión pública en estos espacios, transfórmenlos para darle mejor rentabilidad a las municipalidades.
Tampoco vamos a estar pasándonos la vida inyectándoles dinero a un puñado de comerciantes para que se beneficien con sus ganancias. Faltan ideas, sobran preocupaciones. A todo esto, ¿y los ciudadanos?