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La imagen de Paolo Guerrero junto a su madre en la ceremonia que se celebró en Palacio de Gobierno y que tuvo como protagonista al Papa Francisco debe haber constituido un deleite para muchos que profesan la fe católica; sin embargo, para aquellos que no, puede tratarse de una situación cualquiera, banal e -incluso- criticable. Es normal que esto suceda; cada uno puede creer en lo que le plazca y no debería criticársele por ello.

No obstante, somos testigos de la molestia que puede generar en muchos la devoción de aquellos personajes que consideramos fundamentales en nuestra historia reciente. El caso de Guerrero es puntual y -sin ir muy lejos- está el de Ricardo Gareca, quien ha dado muestras fehacientes de que es un hombre creyente. No exageramos si, en buena medida, le atribuimos nuestra clasificación a un Mundial de fútbol después de más de treinta años a estos dos personajes. Como dije, debe ser difícil para muchos entender ese tipo de fe, sobre todo para quienes exponen argumentos sólidos a fin de no creer en dogmas ni religiones, para quienes ven en la impunidad de los casos de pedofilia una aberración y un contrasentido respecto de todo aquello que la religión católica suele pregonar.

Más allá de todo eso, sería oportuno entender que la fe supera ciertas circunstancias. Lo que Paolo Guerrero o Ricardo Gareca puedan sentir al tener ese contacto con aquello que respetan y valoran constituye un crecimiento personal para ellos, una satisfacción que se verá reflejada en los caminos que les toque transitar. La fe termina siendo eso: la inspiración como insumo para vivir de manera digna, como solo se puede entender la dignidad, haciendo lo que uno ama de la mejor manera.

Otra discusión, sin duda, podría centrarse en por qué cree uno en determinadas cosas, pero se trata un espectro amplio. Lo que se intenta decir en estas líneas es que -más allá de que la Iglesia católica pueda ser sometida a críticas, cometa errores garrafales y contradiga muchos de sus preceptos- existe gente que encuentra en ella inspiración y hasta tranquilidad. Tiene seguidores y entre ellos se ubican muchos futbolistas, no solo del Perú, sino del mundo entero. Las muestras son evidentes: celebraciones con tinte católico, cristiano y hasta tatuajes que dan fe de las convicciones que rigen sus vidas, con citas bíblicas, rostros de Jesús y diversas manifestaciones que son irrefutables.

Es más, no es necesario ir muy lejos: es un “Dios” el que goza de las preferencias de quienes aman el fútbol. Esa propensión a divinizar el talento con la pelota en los pies debería ser motivo de un estudio profundo de la relación que existe entre el fútbol y la religión. Pero por el momento basta con dejar que cada quien crea en lo que quiera.