El papa Francisco ha sido muy claro. La pretendida disuasión nuclear, que fuera el arma más efectiva de los Estados poderosos durante la Guerra Fría (1945-1989), etapa que siguió a la Segunda Guerra Mundial y que se caracterizó más bien por la prevalencia de la amenaza y el espionaje sin que se produjeran enfrentamientos armados de carácter planetario y en modo predominante, ya no resulta el método más adecuado para lograr los objetivos estratégicos de los Estados. Las razones que aduce el Papa son importantes: el terrorismo, los conflictos asimétricos, la seguridad informática, los problemas ambientales y la pobreza. Todo lo anterior es verdad, pero también lo es que el hombre es el constructor de sus propias amenazas. La teoría de la involución humana encuentra en la amenaza nuclear una eventual justificación en el futuro de la humanidad. El avance científico ha tenido en las últimas décadas un desarrollo explosivo. Esa realidad llevó a que los Estados decidieran la firma de un sinnúmero de acuerdos internacionales que reflejaran el deseo de la erradicación de esta arma mortífera. La comunidad internacional es consciente de las consecuencias que produjeron los estallidos atómicos en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, precipitando, por sus execrables resultados, el final de la Segunda Guerra Mundial. Nadie los quiere en la actualidad. El Papa busca minimizarlos y estratégicamente -lleno de buena fe- aún no sabe si es lo mejor. Lo que sí sabe el primer pontífice americano y no puede evadir es que los países que podrían contar con arsenal nuclear o con capacidad para elaborarlos, como podría ser el caso de Corea del Norte o de Irán, son una verdadera caja de Pandora. La disuasión nuclear quizá no sirva de mucho para acabar con el Estado Islámico -y no lo digo por una ausencia de proporcionalidad-, pero está claro que, como letal mecanismo disuasivo, su sola tenencia constituye un arma estratégica.
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