Julio Guzmán, esa paloma que quiere ser gavilán, intenta presentarse ante el electorado como una virgen vestal que nunca ha sido profanada. Sin embargo, incluso antes del verdadero partido, ya sabemos de las andanzas del candidato Guzmán. Es bastante obvio que estamos frente a un cripto-caviar capaz de todo con tal de alcanzar el poder. Su debilidad tecnocrática, su pasado humalista, el evidente sesgo progresista de su discurso y la ambivalencia de sus posiciones más importantes hacen de Guzmán el epítome del caviar con sabor nacional.

Nada de esto importaría si este no fuera un país infantil, cuasi-adolescente. Pero el cosmos real-maravilloso de nuestra política bien puede aupar a un vendedor de humo como Guzmán a la segunda vuelta y por eso se torna imprescindible marcar la cancha y tomar una postura clara. Guzmán encarna tanto la improvisación disoluta del humalismo como la inoperancia culpable de Villarán. Esta mezcla letal en cualquier sociedad sana provocaría un inmediato gesto de repulsa, pero en el Perú del tercer milenio, en el Perú de la delincuencia y el narcotráfico, en este Perú de la tibieza y el apocamiento, el cóctel de humalistas reciclados y eternos adolescentes del villaranismo ha ganado elecciones presidenciales y sendas revocatorias.

La ambivalencia de Guzmán tiene que hacernos recordar el binomio polo rojo-polo blanco, culpable de cinco años de languidez. Su discurso adanista está emparentado con el voluntarismo ideológico de la progresía global. Y su incapacidad para responder claramente a las preguntas incómodas es la cereza de un aprendiz de brujo que pretende hacernos creer que nunca sirvió a quien sirvió. De Guzmanes demagogos, de palomas que se creen gavilán, está llena la historia de los fracasos en el Perú.