El precio de una guerra política de alta intensidad es la ineficiencia del Estado. Y la ineficiencia del Estado se traduce en el deterioro paulatino pero irremediable de los servicios públicos, en la destrucción de la infraestructura y en la mala performance de la administración, cuyos funcionarios se ven envueltos en un fuego cruzado que los puede liquidar. Vivimos esa guerra política desde hace varios años, acentuada por nuestra histórica precariedad, con cadáveres y bajas en todos los partidos. Esta guerra, a la que nos hemos acostumbrado, nos ralentiza, nos debilita, y nos conduce a la perdición institucional. Quien contempla el Perú desde fuera advierte la profundidad de nuestras divisiones, unas divisiones que, pese a todo, no son imposibles de superar.
Pienso, por ejemplo, en las políticas de Estado que necesita el país. El mundo desarrollado también se basa en la confrontación política, pero ciertas ideas fuerza han sido interiorizadas por casi todos los partidos: la persecución política debe ser frenada, la violencia ha de ser condenada, las instituciones tienen que ser fortalecidas, el funcionariado tiene que ser respetado. Estas columnas del Estado moderno han generado riqueza y desarrollo en muchas sociedades y cuando son debilitadas, el edificio del crecimiento empieza a desmoronarse. Eso es lo que nos está pasando.
El adanismo político y el cainismo partitocrático se traducen en el colapso del Estado. No se trata de un desborde popular, estamos, más bien, ante un colapso institucional. El Estado implosiona porque la política ha superado a la técnica. La dimensión violenta del enfrentamiento democrático se ha transformado en persecución y la persecución genera miedo institucional. Y el miedo, paraliza. Un Estado paralizado es un Estado inoperante. Colapsa y no puede atender las necesidades básicas del pueblo. He allí la crisis nefasta de nuestro tiempo.