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Convénzanse, nada de lo que en estos días juren y rejuren los candidatos presidenciales tiene algo que ver con su eventual futuro gobierno. Tiene que ver sí con lo que ellos consideran que podría captarles ese voto que les es arisco. Eso del matrimonio gay o la unión civil, que si Conga o Tía María van o no van, todos los temas sensibles son colocados como prueba ácida para espantar a unos o atraer a otros. Es que la imaginación se agota como en el tiempo suplementario del fútbol, en que las piernas temblequean y no están para hacer esfuerzos peligrosos. Eso explica también que sea el turno de los jales, esa especie de préstamos de supuestos prestigios. “Mira si mejor que lo diga yo, lo dices tú” equivale no solo a presentar probables garantes sino a que los electores confíen más en el aval que en el avalado. La campaña electoral es, en estricto, una campaña de comunicación, donde el éxito depende de una cabal comprensión de la realidad, de quien recibe los mensajes. Nadie compite para perder, pero algunos creen que si el objetivo es ganar, no importa los medios. Y se quedan en el cómo. Y es el cómo el que están observando los electores que están en el limbo, porque los otros lo más probable es que vuelvan a votar como lo hicieron en la primera vuelta. La ideología se zanjó en la primera vuelta como tema de campaña, dejando a los otros dos componentes, el perfil del candidato y los temas de coyuntura. “No se necesita, pues, para profesar el arte de reinar, poseer todas las buenas prendas de que he hecho mención: basta aparentarlas y aun me atreveré a decir que a veces sería peligroso para un príncipe hacer uso de ellas, siéndole útil solamente hacer alarde de su posesión... porque generalmente los hombres juzgan por lo que ven, y más bien se dejan llevar por lo que les entre por los ojos que por los otros sentidos... y pudiendo ver todos, pocos comprenden bien lo que ven” (Maquiavelo, El príncipe).