Los grandes partidos se forman y consolidan a base de hechos de trascendencia. El APRA se forjó a base de la lucha de las ocho horas, los muertos de Chan Chan y la persecución de Haya. El fujimorismo tiene la oportunidad de hacerlo igual. Pero tiene que hacerlo sobre su marca distintiva de clase: las reformas de los noventa que cambiaron al Perú. Y que ni los propios fujimoristas resaltan.

¿Cuáles son esas trazas forjadoras de las que el fujimorismo puede echar mano? La primera, la ortodoxia y la disciplina económica, porque sin ella, unos se enriquecen y casi todos se empobrecen. La segunda, la prevalencia de la seguridad interna como piedra angular de cualquier desarrollo, con toda la energía que permite la ley. La tercera, llevar el Estado al micro-contexto del más necesitado, para fortalecer la asistencia al desposeído, pero también la empresarialidad. Y la cuarta, la geopolítica pragmática, aquella que nos hace aliados de quienes nos ayudan a crecer y cierra acuerdos donde haya que cerrarlos para ese fin. La persecución y el martirologio de su líder máximo le añade el condimento emocional. Aquí no hay verso. Esto lo hicieron. Son sus bases fundacionales.

Nadie en el fujimorismo ha querido enfrentar el reto de dotarlo de substancia ideológica y doctrinaria. Quizá porque no se animan a ocupar el espacio de una derecha popular, mediocrática y liberal, ni mercantilista ni aristrocrática. Por eso, hoy el fujimorismo solo anida en Fuerza Popular, que es más un frente de independientes que un partido, donde hay “fujimoristas” que quieren “desfujimorizarlo”. Pero si eres “fujimorista” y reniegas de sus bases fundacionales, entonces lo eres por seguir un apellido o por conseguir trabajo como burócrata, congresista o ayayero. Porque no es “Keiko o Kenji” el problema, sino el desafío de constituirse en un partido trascendente o permanecer como un simple sentimiento.

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