El debate sobre el voto preferencial hace peligrar uno de los mejores elementos de nuestro sistema político. La alternativa, la elección por lista cerrada, haría más precaria aun la representatividad de los parlamentarios, ya que el ciudadano sentiría que no eligió al parlamentario, sino que una cúpula partidaria lo puso ahí para que luego fuera “santificado” con el voto. Estas cúpulas, nunca más cuestionadas que ahora, armarían las listas con candidatos que les serían sumisos y que, por tanto, poco tendrían que ver con representar los intereses de los votantes. Serían solo serviles a los dueños de los partidos y a sus cortesanos. A ellos, y solo a ellos, les deberían el puesto. La lealtad sería al patrón del partido. No al pueblo.
Lo vimos en la reciente elección para la vacancia presidencial, donde penosamente desfilaron congresistas que exponían una postura, pero que no dudaron en quebrarla cuando públicamente los dueños de sus partidos emitieron comunicados para “alinear el rebaño”. Con más razón – y poder – sucederá con bancadas puestas por listas cerradas. Recuérdese que la razón de mantener 130 parlamentarios es para que ciertas decisiones sobre la polis sean el resultado de la dinámica decisional que solo ofrece la deliberación pública. Con listas cerradas, se aseguraría el voto en masa, por rebaño, y entonces la “deliberación” sería una simple escenificación teatral.
En vez de eliminar el voto preferencial, debe perfeccionarse, permitiendo que el elector pueda votar por candidatos de más de un partido, y no como ahora que obliga a elegir hasta a dos aspirantes pero del mismo partido. Es válido que el elector tenga simpatías por candidatos que distintas tiendas políticas. Y con las facilidades informáticas, eso no es una dificultad. Avancemos en esa dirección. Más poder para la gente y menos para los caudillos.