Miguel Iglesias, presidente del Perú, nacido un día como hoy, de 1830, durante la última etapa de la ocupación chilena de Lima, decidió erradamente la firma del denominado Tratado de Ancón, el 20 de octubre de 1883. Pero lo hizo. Por Perú lo suscribió José Antonio de Lavalle y por Chile, el diplomático Jovino Novoa Vidal. Por este instrumento se puso término a la guerra que Chile declaró el 5 de abril de 1879, con los incontrastables propósitos expansionistas que la unanimidad de historiadores y sociólogos peruanos han registrado en sus producciones escritas. Iglesias había llegado hasta Lima luego de ser el protagonista del sonado “Grito de Montán”, en Cajamarca, su tierra natal, que constituyó un trampolín para sus aspiraciones políticas.

De hecho, llegó empoderado, es la verdad, y antes de que el chileno Manuel Baquedano decidiera el incendio y saqueos del norte peruano donde la economía estaba determinada por las extensas zonas azucareras -el propio Iglesias era uno de los más prominentes hacendados de los cañaverales de esos lugares del país-, dio luz verde al tratado. Por este acto jurídico perdimos, ipso iure, es decir, automáticamente de derecho, la emblemática provincia litoral de Tarapacá, y Chile se comprometió a la realización de un plebiscito de los territorios de Arica y Tacna, también ocupados durante la guerra, que jamás se realizó, dado el firme y decidido objetivo de ganar para sí nuestros territorios del sur (política de chilenización). Iglesias no debió permitir el tratado, debiendo seguir el ejemplo de Francisco García Calderón, elegido presidente provisional -Gobierno de La Magdalena-, y que por rehusarse a disponerlo fue enviado preso a Chile.

Fue un acto cargado de toneladas de dignidad nacional; además, Francia, con el Almirante Henri du Petit-Thouars, estaba dispuesta a frenar los desmanes chilenos en la capital. 46 años después, el Tratado de Lima (1929), nos devolvió Tacna y perdimos Arica para siempre.