Mucha gente se pasa ponderando la importancia de la Internet, y ciertamente que la tiene, y mucha. Esta ha permitido una forma de libertad de expresión más amplia donde pueden entrar en relación las personas entre sí de manera que antes resultaba impensable. Había que tener un medio de comunicación con todo lo que de dinero y capacidad organizativa exige o defender aunque sea coyunturalmente los mismos intereses del propietario o caerle en gracia a los dueños de esos medios para poder esperanzarse en que sus planteamientos iban a poderse difundir al resto de la sociedad en una escala más o menos vasta.

Hoy día basta sentarse en su computadora y comunicarse con cuantas personas quieran comunicarse con uno y, además, puede accederse al parecer de otros miembros de la comunidad y hasta decirle cosas a aquellos a quienes antes, por razones hasta físicas, era muy difícil que lo fueran a escuchar. Adicionalmente, si está mejor organizado, cuenta con un equipo de personas que le van resumiendo las corrientes que allí fluyen y los rebotes que sus mensajes provocan.

Hoy esos personajes también le dedican unos minutos para conocer algunas de las opiniones que tienen los demás respecto a sus planteamientos o a sus procederes en los quehaceres públicos.

Esto ha ido abriendo una brecha todavía muy pequeña, pero crecientemente significativa en el tema de la representación política. No suplanta para nada a la radio, la televisión y los periódicos, pero comienza a abrirse paso.

Por ello es necesario cuidar ese instrumento de la modernidad para que sea utilizado con ponderación, para expresar ideas, debatir hasta apasionadamente sobre distintos puntos de vista, pero sin convertirla en una letrina verbal donde los insultos y las descalificaciones vuelan sin ninguna razón.

Discrepar de la conducta pública de la persona no es difamación, pero mentarle la madre o a acusar a otra persona por la red de ladrón, de corrupto o de cualquier otro delito, sí lo es, especialmente si quien acusa desde su computadora no cuenta con pruebas para ponerlas en manos del fiscal para que denuncie formalmente a quien se merece sanción.

Este instrumento maravilloso nos da la oportunidad de ser escuchados, vistos y leídos, pero nos exige la responsabilidad de darle altura cívica. Procedamos en consecuencia. En una democracia la ciudadanía no solo tiene derechos, sino también responsabilidades y obligaciones. No debemos convertirlo en una colección de difamadores que además, cuando son emplazados para ello no dan la cara. Sostener lo contrario es pura demagogia.