La progresiva erosión del principio de separación de poderes que vivimos llegó a su cumbre con la arbitraria decisión de disolver, inconstitucionalmente, el Congreso de la República (30 de septiembre de 2019). Hoy, el menoscabo de competencias se produce desde la judicatura por medio de medidas cautelares que interfieren con las denominadas political questions reservadas a las instituciones públicas de elección popular.
La reacción del Congreso ha sido presentar una nueva demanda competencial con la finalidad de defender sus fueros y restablecer el orden constitucional de las relaciones entre poderes. En esta oportunidad, nuestro máximo intérprete debe delimitar las fronteras de actuación de los jueces en sede parlamentaria. Como sabemos, la jurisprudencia constitucional ha reconocido la validez de cautelar el debido proceso en el trabajo de las comisiones investigadores. El argumento fue la aplicación del principio de interdicción a la arbitrariedad, en otras palabras, que no existen zonas exentas de control constitucional. Sin embargo, el debate político sobre los temas parlamentarios que le conciernen –la producción legislativa, labor en comisiones, actos de votación–, así como el ejercicio de las competencias reconocidas y asignadas en exclusividad por la Constitución marcan los límites de toda actividad jurisdiccional.
Los jueces sólo actúan a posteriori cuando, por ejemplo, hablamos de una ley que amenaza derechos fundamentales —de modo cierto e inminente— o, una vez promulgada, produce efectos en una comunidad política pero su constitucionalidad sigue cuestionada en el fondo o forma. En esos casos, el Tribunal Constitucional será el encargado de brindar la interpretación judicial de cierre en su tarea pacificadora y ordenadora.