Una semana frenética, pletórica de sentimientos patrióticos -algunos exacerbados y huachafos, ciertamente, por los excesos de la TV- es la que hemos vivido en el país a partir de las opciones de clasificar a Rusia 2018. Algunos podrían pensar que estos entusiasmos se circunscriben al siempre anecdótico ámbito deportivo y que poco o nada es lo que pueden aportar al país en términos de progreso, desarrollo o crecimiento. Esa es una interpretación errónea. Los países más prósperos económicamente, como las grandes culturas de la antigüedad, han asentado las bases de su esfuerzo en la identidad emergida de su historia, su cultura, sus tradiciones y acervo. Ojo, no digo que el fútbol vaya a serlo; pero estos retos unificadores y transversales siempre dejan un gran ejemplo, como el de la unidad. La capacidad de enfocarnos en objetivos comunes y hacer lo imposible por concretarlos es una práctica de la cual la política prescinde por sus eternas diferencias ideológicas, sus cuotas de poder o sus mezquinos intereses grupales. ¿Y si mañana los políticos se pusieran la camiseta que ayer se colocaron la modesta barrendera de las calles, el que lava autos, el empleado del ministerio, el banquero, el funcionario o el gran empresario? ¿No habría un punto de inflexión en la compresión absoluta y necesaria de pensar primero y ante todo en el país? ¿No nos debe albergar ese sentimiento en cada decisión por encima de cualquier interés particular? ¿Y si nos la pusiéramos todos los ciudadanos para actuar con patriotismo en todo orden de cosas? Seríamos un mejor país, sin duda, y nos acercaríamos inexorablemente a los niveles del Primer Mundo con total merecimiento. Sí, el fútbol puede dejar nobles ejemplos.