El pasado 26 de julio, durante la instalación de la Mesa Directiva del Congreso, uno de sus miembros juró por una nueva asamblea constituyente. La razón puede deberse a la consigna ideológica para dejar sin efecto la Constitución de 1993, a pesar que su primer intento fuera archivado por el pleno. Un acto que parece simbólico y reivindicador, pero cargado de un propósito que esperará la oportunidad política para realizarlo. El problema de fondo es pensar que las constituciones representan a un sector político, cuando se trata de un conjunto de principios y reglas que consideramos vitales para la vida democrática. Las constituciones son de todos y no de parte, como explicamos en una columna pasada.

El problema no es reciente, data desde el siglo XIX. A una Constitución liberal, promovida por intelectuales formados en la Ilustración y creyentes en la importancia de una Asamblea Nacional, le sucedía una Constitución conservadora auspiciada por las élites y militares creyentes en un ejecutivo con la potestad de un Virrey. Una pugna que culminó con la Constitución de 1860 mediante el equilibrio de un jefe de Estado fuerte, pero interpelado por el parlamento a través de su primer ministro. No es casual que fuera la Constitución de mayor duración en la historia republicana. Los detractores de la Constitución de 1993 se detienen en su origen, pero no en su ejercicio. Es la Norma Fundamental con mayor desarrollo jurisprudencial que ha moderado muchas disposiciones que fueran objeto de arduo debate y crítica durante su redacción, aprobación y vigencia.

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