El déficit de institucionalidad que padecemos comienza en un punto que casi pasa desapercibido por la ciudadanía. Se ubica en cada trasmisión de mandato presidencial, al momento de juramentar la presidencia en el Congreso. Las primeras constituciones peruanas contenían una fórmula expresa que, si bien no fue garantía de estabilidad política en el tiempo, al menos manifestaba de modo indubitable el ejercicio de gobierno con respeto a la constitucionalidad. Es cierto que la presidencia de la República tiene el deber de cumplir y hacer cumplir la Constitución (inciso 1, artículo 118 CP) que supone la debida observancia a su significado y contenido, pero también la necesidad de observar unos claros compromisos con la democracia y las disposiciones constitucionales que condiciona la validez de cualquier acto producido a futuro.

El 28 de julio de 2011, el expresidente Ollanta Humala juramentó por la Constitución de 1979. El expresidente Pedro Castillo lo hizo por un futuro texto constitucional en julio de 2021; ambos actos de sucesión fueron nulos. El titular del Congreso debió declarar como no consumada la sucesión presidencial, tras desconocerse la vigencia y sometimiento a los principios y reglas que condicionan el mandato constitucional. La institucionalidad también impide que los planes de gobierno desconozcan la Norma Fundamental en una campaña electoral y promuevan la convocatoria de una asamblea constituyente. Se trata de actos de lealtad al orden prestablecido, pues, los partidos políticos y sus candidatos al ejecutivo y legislativo postulan respetando unos principios y reglas que los vinculan antes, durante y después del mandato presidencial y congresal.





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