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No me puedo quedar callado. Una vez más me veo en la obligación de discrepar de mi partido en un asunto de libertad de conciencia.

Nunca he estado de acuerdo con la pena de muerte. No estoy de acuerdo con la demagogia que conlleva. No estoy de acuerdo con hacer concesiones al populismo y mucho menos en asuntos de principio que involucran vidas humanas.

El clamor de justicia es una emoción humana que exige satisfacción ante lo que no debió ocurrir. Ante el asesinato de un niño violado, todas las madres temen por sus hijos. Es el crimen más atroz y nauseabundo, uno ante el cual la sociedad se siente desprotegida. Lo está, a causa del fracaso monumental de nuestra justicia y de la falta de respuesta de la sociedad. El violador es el producto final de una sociedad que está enferma.

Cuando no hay justicia, la sociedad la hace por sus propias manos, recae fácilmente en formas primitivas de justicia en la historia de la civilización humana. Y clama entonces por la ley bíblica del ojo por ojo y diente por diente, la ley del Talión. Y siente que ante la falta de una justicia confiable es legítimo tomar una medida irreversible. Tomar una vida.

Sin embargo, la justicia de hace dos mil años no nos sirve hoy. Las sociedades evolucionan desde la ley del Talión a la justicia moderna, que restituye en la medida de lo posible.

No obstante, una vida cortada no puede restituirse.

Ante una justicia plagada de prejuicios y de corrupción, que responde a presiones externas, mediáticas y políticas -como desgraciadamente es aún la nuestra-, ante la que nadie sabe qué hacer y sin decisión política para reformarla, ¿cómo tomar la medida irreversible de interrumpir una vida? ¿Cómo olvidar aquel caso, sesenta años atrás, en que la justicia condenó a muerte a un inocente a quien denominó “monstruo”?

Ni siquiera en los peores momentos de la lucha contra el terrorismo durante el gobierno de mi padre, Alberto Fujimori, se aprobó esta iniciativa, pese a que fue presentada en cuatro oportunidades. Nos equiparamos con el asesino; retrocedemos al pasado cuando tomamos una vida en pago de otra.

Un partido político moderno no puede ceder a la tentación fácil, al impulso emocional -incluso humano y natural- del deseo de venganza de quien, dominado por el miedo, exige el linchamiento, el castigo irreversible, para que no pueda haber impunidad a manos de una justicia que no funciona.

Un partido democrático está obligado a reflexionar sobre las consecuencias de cobrar justicia por mano propia, como el pueblo hace muchas veces por desesperación.

Un partido pensante está obligado a proponer una verdadera reforma de la justicia para el siglo XXI. No puedo en conciencia permitir que nuestro partido sustituya lo que es su deber y una deuda del fujimorismo con el pueblo peruano -la institucionalidad- por una decisión apresurada, demagógica y populista solo porque puede reportarle un beneficio político de corto plazo a costa de acabar con una vida humana, aunque sea la más abyecta y despreciable.

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