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Kenji Fujimori ha perdido esta semana una de las batallas más cruciales en la guerra que libra con su hermana Keiko: la batalla de las curules. El estribillo “mientras dure el proceso penal” con el que se anunció su suspensión, junto con la de Bocángel y Ramírez, es sencillamente sacarlo hasta las elecciones del 2021, si es que entonces el proceso ha terminado. Así, Keiko obtiene lo que quería: la cabeza de Kenji en bandeja de plata, el regalo que les pidió a sus congresistas y que adelantamos en esta columna el mismo día de su cumpleaños. La victoria de Keiko en esta batalla no hace más que tensar, a escalas nunca antes vistas, el conflicto bélico de los hermanos Fujimori. En lo político, se afianza el antikeikismo, que también adelantamos en esta tribuna el 25 de mayo, el cual recoge buena parte del antifujimorismo mutado hoy contra ella. Y es que Keiko ha absorbido el odio “antifujimorista” de los que hoy miran con cariño a Kenji y hasta se toman selfies con él; de Alberto, se acordarán apenas cuando la Corte-IDH anuncie su posición frente al indulto que PPK le concedió. Queda claro además -y no nos hagamos los tontos- que esa gracia vino con vuelto. Kenji deja el Congreso después de haberse jugado el todo por el todo para conseguir la libertad de su padre. Jugó, apostó de la mano de PPK y perdió. Sin embargo, como también lo anticipamos, ese antikeikismo llevará sobre sus hombros a Kenji para arruinar la carrera de Keiko a Palacio en el bicentenario. Los antis llevaron a Humala, PPK y el que viene es Kenji. La batalla final será en tres años. Allí veremos cuál de los dos ganará esta guerra.