La posibilidad de liberar a Alberto Fujimori se ha convertido en una eventual cortina de humo, regresa cada cierto tiempo sin que argumentos nuevos, salvo el paso de los años, se hagan presentes. El exdictador pronto cumplirá 80 y está en prisión hace diez por violación de derechos humanos y corrupción. Ahora el indulto tiene el simpático rostro de Kenji, su hijo menor, su abanderado, el que gana espacios políticos con hábiles jugadas que lo colocan incluso enfrentando a su hermana y buscando acercamientos, tendiendo puentes con el debilitado gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. Pero Kenji no es Kenya.

PPK está haciendo del indulto una ficha comodín con el argumento de la unidad nacional y la necesidad de voltear la página. Pero cualquier decisión, a favor o en contra, podría generar una convulsión social y política de envergadura. El antifujimorismo existe y sus dimensiones han impedido la victoria electoral de la heredera mayor en dos oportunidades. Y al mismo PPK le ha permitido llegar al poder, aunque por escaso margen.

Fujimori y PPK afirman sus deseos de voltear la página, pero no es tan simple hacerlo mediante indulto. Está en juego el Estado de derecho, que no puede ni debe ser manipulado. Olvidar y perdonar puede ser, pero no si significan impunidad o arbitrariedad que haría más frágil al Gobierno y lesionaría nuestras ya muy débiles instituciones.

Ningún estadista canjearía la historia por la quincena para aplacar o arreglarse con el inmenso poder que los fujimoristas tienen hoy en el Congreso. Ni ley ni valores se negocian. Los años de encierro o la edad no son factores liberadores para un expresidente debidamente sentenciado y condenado. Procedería el indulto humanitario si fuera el caso, pero si no lo es, otorgarlo como gracia divina convulsionaría al país de modo incontrolable. Y PPK lo sabe muy bien.

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