Los escándalos por casos de corrupción en el Ejecutivo, el Legislativo, los gobiernos regionales y municipalidades generan que la gran mayoría de peruanos asocie automáticamente a la política con el delito. Y lo peor es que muchos al ver este panorama se dicen: “Si roban los de arriba, ¿por qué no voy a robar yo?”.

Pedro Castillo postuló a la presidencia prometiendo decencia en un Perú con una estructura desquiciada por el robo y la decadencia moral. A su vez, ofreció restaurar un sistema de valores en el Gobierno. Y no solo no cumplió sino que agravó este problema.

El asunto es que pese a todo lo que hemos visto, se sigue creyendo inmaculado. Y apela a la victimización con la intención de hacernos creer que siendo el presidente que es, podría ser otro. Al mismo tiempo se enfrenta a las principales instituciones del país. Agrede como si estuviera haciendo un acto de justicia. No entiende que lo más urgente hoy por hoy es dar algo más que una explicación sobre las denuncias contra él y su entorno más cercano.

Visiblemente acorralado y desesperado por las revelaciones de colaboradores eficaces, echó mano de su último recurso: pidió auxilio a la OEA. Es una salida de alguien al que le importa más cuidar su pellejo y sus privilegios que los intereses de los peruanos.

La OEA ha respaldado al Gobierno, pero también ha dicho que hará gestiones para promover el diálogo entre las instituciones democráticas del Perú. Eso si está difícil, luego que un día antes el Jefe de Estado se dedicara a atacar descabelladamente al Congreso, Ministerio Público, Poder Judicial y a la prensa, sin mostrar ninguna aptitud para la convivencia y el consenso.

A propósito, la resolución de la OEA no tiene ninguna línea sobre las investigaciones al mandatario peruano sobre la presunta organización criminal enquistada en Palacio de Gobierno.

Las instituciones peruanas tienen que demostrar que esto no se trata de un zarpazo contra la democracia sino de serias denuncias contra Castillo por corrupción.

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