Ignoramos si, como maestro de escuela, Pedro Castillo Terrones gusta de las matemáticas, pero lo que no acarrea mayores dudas es que le fascinan de manera compulsiva los problemas y, luego de dos meses y pico instalado en Palacio de Gobierno bajo ese modus operandi, ha convertido su gestión literalmente en un libro de Baldor (con las disculpas del caso al profesor cubano).
El tema es que se está acostumbrando a convivir con los problemas, sin reparar en que alcanzan también al país y por ende al “pueblo”, palabra que tanto repite en sus tribunas. Un pequeño ejercicio de lógica da como resultante que el presidente incide en el problema porque ha hipotecado su alma política al diablo (y no necesito decirles el nombre del “dinámico” de la cola larga, ¿verdad?).
Así las cosas, tiene que aguantarle sus berrinches, sus disparos incendiarios desde el Twitter y la imposición de ministros y embajadores. Logró sacudirse de Bellido y Maraví, pero llegaron Luis Barranzuela (Mininter) y Richard Rojas (rechazado con roche por Panamá y aceptado con aplausos en Venezuela), ambos compenetrados hasta los tuétanos con el susodicho y el lápiz. Unos se tragan el cuento de la pelea y otros saben la verdad de la milanesa.
“Perú Libre, por tiempo récord, es el oficialismo más inestable de los últimos 20 años”, escribe El Comercio. Una inestabilidad que no pocos leen como el caldo de cultivo adrede para que aparezca el germen de la desazón general y luego, con harto populismo -que ya estamos viendo-, marketear su ideología extremista (léase expropiación, Asamblea Constituyente, nueva Constitución, etc.) como la panacea de todo.
No más vendedores de cebo de culebra en un país que necesita gobernanza con seriedad.