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La guerra para deslegitimar al actual Congreso en el proceso de elección del Tribunal Constitucional está llena de medias verdades y pretextos peligrosos. El sistema para elegir a los miembros del TC está consagrado en la propia Constitución y es bajo ese paraguas que todos sus integrantes han sido designados por los Parlamentos legítimamente electos en el ejercicio pleno e irrestricto de sus facultades desde 1996. Es decir, hace 23 años, desde que el TC quedó bajo la presidencia de Ricardo Nugent López-Chávez, se utilizan los criterios establecidos por la Constitución, que señala taxativamente que “los miembros del TC son elegidos por el Congreso de la República con el voto favorable de los dos tercios del número legal de sus miembros”. ¿Qué hay detrás de este requisito? Pues que la designación es el producto de un amplio y necesario consenso político. Es decir, los parlamentarios y sus bancadas, representantes de una elección popular validada por un ente electoral (JNE), deben ponerse de acuerdo para nombrar a un miembro del TC. ¿Qué pasaría si algún grupo propusiese, por ejemplo, al abogado Isaac Humala como su candidato? Entonces, sencillamente, más de un grupo la objetaría por razones evidentes y no alcanzaría el consenso. La idea de este mecanismo es, precisamente, estimular que la idoneidad de uno satisfaga a la gran mayoría de las partes; pero que, a su vez, si una minoría importante está en contra, la elección quede trunca. Es el fondo, el concepto mismo de la democracia representativa el que prevalece y se impone. Es, sin juegos sucios, fariseísmos ni posturas anti, el derecho ejercido de las urnas el que se consagra, la institucionalidad histórica la que se acata, la regla escrita la obligada a obedecerse. ¿Por qué tanta batahola? ¿Porque hay quienes no distinguen política de politiquería? Subirse a la ola populachera, la crítica sesgada y la descalificación gratuita es no solo degradar la democracia, sino no entenderla. Es pretender romper las reglas porque esta vez no me favorecen, es de nuevo la hipocresía moral que acepta solo el sistema amable con sus intereses, la democracia que les conviene.