La escuela no nos enseña a interactuar con el otro, con quien es diferente a uno. El uniforme escolar termina siendo una alegoría poderosa de ello: todos los estudiantes deben ser iguales, sin diferencias, sin particularidades. Pese a ese esfuerzo institucional, la realidad es que somos diferentes: tenemos gustos distintos, cuerpos distintos, orígenes distintos, maneras distintas de interactuar y de reconocernos. La escuela al ignorarlo evita que ello pueda ser procesado de una manera civilizada, asegurando que esas diferencias sean respetadas.

La ignorancia o indiferencia de la escuela frente a este asunto tiene consecuencias inmediatas en los estudiantes. Por ejemplo, la impunidad y normalización del bullying refleja tensiones frente a diferencias que no están siendo asumidas como parte de la realidad en los salones de clase. No se puede procesar aquello que no se reconoce.

Y esto también tiene consecuencias a largo plazo. Los problemas de racismo, clasismo, sexismo, homofobia, y xenofobia que vemos en la vida cotidiana de nuestra sociedad nos muestran el fracaso de la escuela en este asunto. No sabemos tratar al otro, desconfiamos de sus diferencias, no las entendemos, y por lo tanto nos resultan intolerables. La libertad del otro se vuelve irritante, y se busca justificar dicha irritación como si se tratase de un problema social: La felicidad del otro es vista como una amenaza a las tradiciones, a la naturaleza, a la patria.

El currículo escolar vigente busca desarrollar las competencias para cambiar esta realidad, con una verdadera formación ciudadana. El reto es asegurar que ese currículo llegue efectivamente al aula y a todos los estudiantes.

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