A Donald Trump nadie le va a quitar la idea de que mantener la mejor de las relaciones con Vladimir Putin es lo mejor que le puede suceder en estos momentos a la estrategia internacional de los EE.UU. Durante la campaña llegó a decir que admiraba al presidente ruso y recientemente ha considerado la necesidad de moderar las opiniones que sostienen que el moscovita sea un asesino. Trump es consciente del importante poder regional de Rusia. La evidencia más inmediata ha sido que el régimen sirio de Bashar al-Assad ha recuperado espacios como Alepo, dominados por los rebeldes y también por las porciones terroristas del Estado Islámico, gracias al poder militar mostrado en la zona por Moscú. Trump sabe que aliarse con Putin para combatir al EI es su mejor negocio en lo inmediato. El presidente magnate ha bajado sus decibeles de considerar a Putin como un fuera de serie, pero indirectamente lo defiende.

En el frente interno, cuenta con una montaña de oposiciones en el aparato político para enfrentar a los terroristas y desea contar con el mejor contexto internacional para las acciones que tiene pensado llevar adelante. Pero Trump también quiere tener cerca a Rusia para luego jaquear a China, su mayor amenaza internacional por el extraordinario desarrollo alcanzado por el gigante asiático en los últimos años. Buscando accionar exactamente la estrategia inversa a la que acudió Richard Nixon en los años setenta, queriendo aliarse con China para restarle peso y gravitación a la entonces Unión Soviética, Trump, entonces, quiere asegurar el espacio hegemónico que tiene Washington desde hace más de un siglo en el sistema internacional. Putin, que las sabe todas, no lo contradice, y en cambio, dice de Trump que es “un hombre muy brillante y talentoso”. La táctica de palabras bonitas de ida y vuelta juega en las relaciones internacionales para resultados específicos. Nada más.