La semana dejó lecciones. Francisco Sagasti asumió la Presidencia interina de la República con la misma limpieza constitucional con la que Manuel Merino de Lama la asumió cinco días antes en reemplazo de Martín Vizcarra.
No hubo golpe de estado, que fue uno de los gatillos incendiarios de la calle que motivó que políticos y periodistas, lanzaran al matadero a miles de jóvenes, con el saldo terrible de dos fallecidos. Es decir, se magnificó la indignación juvenil por la desinformación adrede.
Para colmo, la resolución del Tribunal Constitucional de apenas hace dos días, ratificó la limpieza de la vacancia aplicada a Vizcarra dentro del ámbito de competencia del Parlamento. Pero como los congresistas se tocaron de nervios y les invadió el populismo, borraron su buena acción de vacar a un mandatario demasiado manchado por sospechas sólidas de corrupción, con su traición a aquél a quien habían investido menos de una semana antes, entre vítores y aclamaciones de ellos mismos y con una abrumadora votación mayoritaria.
Y todo porque quisieron acomodarse al sentir de la calle y al relato de encuestadoras y medios influyentes y poderosos. El gabinete Flores Araoz que planteó Merino representaba un frenazo demasiado indigerible para los intereses abroquelados en el Estado y que Vizcarra, como antes Kuczynski y Humala, salvaguardaron bien.
Unidas, la izquierda caviar y la derecha mercantilista tenían que sostener a Vizcarra o habilitar un cambio, pero siempre para que todo siga igual. Y se mostraron como la alianza de poder fáctico que ha manejado el Perú en las últimas dos décadas, con énfasis en la última. ¿La lección? El tablero está armado para que, de una u otra, quien asuma el poder en 2021 se obligue a ser concordante con esos intereses.
Será el precio de la gobernabilidad a cambio de no ser boicoteado por los medios o por las masas. Entre tanto, la democracia quedó reducida a una interpretación teatral. Y la república, a una ficción.