Confío en que mucho de positivo sacaremos de todo este convulsionado período que nos ha tocado vivir. Esa impresión me ha dejado observar las multitudinarias convocatorias en defensa de la libertad, la democracia o el modelo económico, frente a la amenaza y posibilidad de la instauración de un proyecto comunista totalitario y empobrecedor. Hemos sido testigos de mares de banderas, la entusiasta organización de personeros para defender los votos ante los supuestos intentos de fraude, y rabiosas discusiones en las redes.
Nunca como antes había visto semejante concentración de voluntades por defender “nuestro” modo de vida. Sin embargo, sospecho que, con unas cuantas marchas, ni siquiera con todo el trabajo de una campaña electoral, no se defiende ni se construye la democracia, ni la libertad. La democracia, como una familia, un hogar, una reputación, un amor, una empresa, se construye como un muro, ladrillo sobre ladrillo, despacio, con constancia y perseverando, con cariño, con lealtad, con honestidad, con coherencia y tantos otros ingredientes que cada uno ponga de pegamento.
Las marchas de última hora, a lo mucho, servirán para incendiar o demoler lo avanzado. Las sociedades que más marchan no son precisamente las más democráticas, revisen la historia. Pienso que esa mitad del país, que queremos seguir en democracia y ahuyentar el comunismo, podemos comenzar a trabajar, con ese mismo entusiasmo de los días del cierre de campaña. ¿Qué podemos hacer en vez de marchas? ¿Cómo evitamos que la otra mitad del país se vea tentada a tirarlo todo por la borda y prefiere ponerse la soga al cuello? Tomemos nota de las causas del antivoto y de las prioridades que nos ha mostrado esta crisis sanitaria. La corrupción, la salud, la educación, trabajemos en ello en vez de marchar sino queremos tener nuevos sustos, que esa sea nuestra gran marcha.