El sistema nacional de pensiones es fraudulento y desfasado, pero ha tenido que azotarnos una pandemia para ponerlo en debate. Sin embargo, la urgencia por un cambio en el modelo debería llamar a la reflexión de la clase política, mas no escoger el camino ligero y menos pensante.

Por lo pronto, ya que han logrado levantar a la población con un tema tan sensible como los aportes a la ONP (Oficina de Normalización Previsional), deberían empezar por decirle a la misma gente que su dinero existe, que no se ha esfumado, y que corresponde acabar con el Estado del “perro muerto”.

Una de las injusticias más grandes es que una persona haya aportado tantos años y que, tras jubilarse, reciba una insignificante pensión. Peor aún, que se quede con la miel en los labios sin recibir un céntimo por no lograr los veinte años de aportaciones.

Lo curioso es que la desigualdad del sistema de pensiones no haya sido nunca abordada, pese a que en el país la necesidad del dinero jamás se esfumó. Lo mismo ocurre con las AFP y sus comisiones tan irregulares, a las que le da igual que gane o se reduzca tu rentabilidad mientras sigan cobrando.

Lo más justo sería que el sistema de pensiones sea voluntario, que no signifique una camisa de fuerza en la boleta de fin de mes, sino que requiera de la elección de cada persona por asegurar su futuro con su esfuerzo o jugársela por la inversión de su presente.

De esta manera, cada quién sabría al final con cuánto podría jubilarse, si le conviene entregar su dinero a un sistema nacional o privado de pensiones, o si está preparado para la cultura del ahorro. Total, la imposición de un estilo de vida no debiera ser tarea del colectivo, sino de libre elección personal.

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