La elección de la Mesa Directiva del Congreso, como cualquier otra elección política, demanda el consenso de varias bancadas cuando ningún partido posee la mayoría absoluta para tomar individualmente una decisión. Nuestra realidad congresal, compuesta por una representación fragmentada en más de nueve grupos parlamentarios, exige el diálogo y consenso para cumplir con el deber de nombrar la presidencia y vicepresidencias del legislativo. Si a ello agregamos que el consenso demanda el diálogo con fuerzas ideológicamente similares y otras adversas, tengamos en cuenta que la composición del Congreso fue producto de una elección democrática y fruto del voto preferencial de los ciudadanos en las urnas. El Congreso electo debe cumplir las funciones de representar, fiscalizar y legislar con los parlamentarios electos por los ciudadanos.
El Congreso cumple sus funciones con el capital humano elegido, con la diversidad de posiciones más liberales, otras de derecha popular, izquierda moderada con su versión radical y, también debemos decirlo, con los representantes de los cocaleros, antimineros y filoterroristas. Por eso, el principal cuestionamiento a realizar es al electorado, su desafección política e irresponsabilidad para decidir su voto. En la medida que no se dimensione el ejercicio de la política con cuatro partidos como máximo, repetiremos una y otra vez el mismo escenario cada 26 de julio.
Toda Asamblea Legislativa trabaja y decide con lo que tiene. Es una realidad ineludible. Las recientes elecciones parlamentarias en España para nombrar un nuevo gobierno demandarán consensos con otras fuerzas que antes resultaban imposibles de imaginar, como los partidos nacionalistas y desintegradores de la unidad estatal.