Empecemos por el principio. ¿Qué es el coronavirus? Un virus que ha dispersado por el mundo una tragedia de proporciones -“bíblicas”, según Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo- y que, pese a la mayúscula hecatombe sanitaria inferida, debe escribirse con minúscula, a menos de que inicie una oración, como advierte la lingüista Fiorella Tesén.

¿Y el COVID-19?

Es la enfermedad propiamente dicha. Pues este horripilante virus, que encima tiene corona, va camino a ponernos de rodillas. No diferencia entre príncipes y estibadores del Mercado de frutas. Tampoco tiene contemplaciones con los niños. Por ejemplo, Donald Trump ya empezó con las genuflexiones luego de hacerse el valiente. Y, ante la desesperación por las cifras de la pandemia en EE.UU., lanza dardos a diestra y siniestra, incluso acusó a la sagrada OMS de ser alcahuete de China.

Al diablo con Trump

La vida misma ha cambiado de cabo a rabo. Ya no somos los mismos, ni volveremos a serlo. La cuarentena ha sido el Big Bang contemporáneo. No obstante, el ser humano no ha muerto por el coronavirus, ni seguirá muriendo. Solo falta que nos crezca alas de murciélago, o cola, como un Saiyajin. Y cuidado que no estamos exagerando ni una pizca. Aun con la esperada vacuna, la metamorfosis será irreversible.Por lo demás, llegó el tiempo de “teletransportarnos” a bordo de la tecnología, y volar a dimensiones desconocidas de los negocios.

Otrosí digo: Se acabaron los millennials exclusivos, ahora todos estamos obligados a serlo. Será común, entonces, en corto plzo que caminemos junto a un holograma para hacer nuestro teletrabajo y que la empresa empleadora siga contando con nosotros, vosotros y ellos. Dicho esto, recuerden lo que peroró el papa Francisco: “hay un virus todavía peor, el egoísmo indiferente”. Amén.