Cerca, al lado de la Universidad de Harvard, en una de esas calles empedradas de ladrillos rojizos, donde silva el viento y danzan las hojas del otoño, hay una Iglesia. Se divisa desde lejos, su cruz es imponente. Es la Iglesia de San Pablo donde todos los días, a las ocho de la mañana, se congregan los estudiantes católicos de Harvard para asistir a la Santa Misa. Que en la universidad más importante del mundo la Eucaristía congregue a tantos jóvenes, es un signo de nuestro tiempo. Mientras más se impone en la educación superior el pensamiento único y la cultura de la cancelación, mientras más se extiende la dictadura de lo políticamente correcto, la luz del Evangelio se abre paso y regenera todo lo que toca.
Pienso en esos jóvenes que acuden al corazón de Harvard Square a desafiar las modas dominantes. Son de todas las facultades, según me comentan, y van creciendo en número cada año. Cansados del discurso monotemático de nuestra era, de ese relativismo evanescente que pretende adueñarse de la academia global, los jóvenes de Harvard, como tantos en el mundo, se preparan para protagonizar la nueva guerra cultural. No será una tarea fácil, pero no parecen tener miedo. Son conscientes que, como decían los primeros cristianos, “todo nos pertenece”. Las calles, los hospitales, el campo, la ciudad y, por supuesto, el mundo esencial de la universidad.
En efecto, ¡cuánto bien y cuánto mal puede hacer una universidad! ¡Cuánto puede cambiar un país gracias a la labor de los académicos! Los jóvenes de la Iglesia de San Pablo, como tantos en todo el mundo, nos recuerdan la importancia de no dejar la lucha por las ideas. Solo así se salvarán nuestros países.