Uno. La debacle del humalismo tiene dos vertientes. Por un lado, NALLANTA regresa a sus orígenes y nos deja, en Urresti, una clara herencia chavista. Urresti es un Chávez en miniatura. Urresti es el Chávez que Humala “enterró” en San Marcos bajo su juramento. Populista, demagogo, ineficaz, jugador para las tribunas, cero implementación. Magnificar pequeños logros y engañar a la población con payasadas y luces de neón es la obra del chavismo. Rinde frutos hasta que empieza a escasear el papel higiénico y el pueblo se desmaya de hambre. Esa es la primera herencia humalista: un chavismo de manual.

Dos. En segundo lugar, el humalismo nos deja como legado la promesa incumplida de la honestidad que hace la diferencia. Siempre me han parecido muy sospechosos los que se presentan ante la opinión pública como campeones de la decencia. El fariseísmo político se manifiesta en el dedito acusador que señalaba la paja en el ojo ajeno. Los Humala ganaron la elección acusando a todos de ser corruptos. Hoy, el mejor amigo de la pareja presidencial es un prófugo. Sus aliados brasileños se hunden en un escándalo monumental. Y su entorno naufraga en operaciones oscuras de chocherines y rosales. ¡Vaya honestidad! ¡Cuánta diferencia! Los que escupen al cielo, atolondrados por el poder, terminan bebiendo la cicuta de su incapacidad.

Tres. No faltan los chiqui-viejos de siempre que ya sueñan con montar un movimiento al estilo “Podemos” para seguir viviendo del cuento. ¡Pobres dinosaurios! Muertos vivientes de una revolución que cuando no trajo el terror rojo, sembró miseria y levedad. Solo saben traicionar, viven del lado de la serpiente.