Gastón Gaviola del Rio @gastongaviola

Hace un año tomé una desición que venía posponiendo hacía ya mucho tiempo. Tras darle muchas vueltas al asunto, luego de haber pesado los pros y los contras de tan trascendental desición, me animé a agregar a mi madre al Facebook. Justo en la primera semana de mayo. Mis reticencias no pasaban por los miedos de quinceañero acerca de las naturales vergüenzas de que tu mami vea las fotos de su retoño reventado un sábado por la noche, o cosas por el estilo. Lo nuestro era más complejo.

Nuestra relación de amor-odio en las redes venía desde mucho antes. Desde que abrió su primera cuenta de correo, su entusiasmo sin filtro pasó a que sus hijos empezáramos a recibir decenas de emalis, donde nos exponía desde sus preocupadas (y para ella) legítimas dudas sobre cómo cobrar la herencia que al parecer le había dejado un príncipe nigeriano, hasta la cadena de oración de la Chicha Milagrosa.

La leyenda negra dice que sus tres hijos colocamos su dirección de correo en la bandeja de spam a fin de poder encontrar de vez en cuando algún mail de la oficina en nuestras horas de trabajo, pero nunca se nos llegó a probar nada. Ella, temerosa de que sus retoños le metiéramos delete a sus misivas electrónicas (¡Hotmail va a cerrar sus cuentas, ingresen a esta dirección para evitarlo, hijis!) empezó a utilizar el título y encabezados de los correos para meter allí toda la información posible que nos quería endilgar. Años antes de que el Twitter se generalizara en nuestro país, nuestra madre se había vuelto toda una experta en condensar en 140 letras o menos todo lo que quería decirnos o consultarnos.

Pero sus raptos de genialidad -nosotros preferíamos llamarlo acoso- se veían opacados ante las medidas de seguridad con las que se protegía. Convencida de que no ser una nativa digital podía traerle cierto tipo de complicaciones, tiene cubierto hasta hoy el lente de la webcam con un tierno post it de color celeste, que siempre se asegura de que esté firmemente pegado en la tapa de su laptop. Usa Internet Explorer y en el escritorio tiene tres de sus íconos azules con los accesos directos al Facebook, a su correo y creo que la otra es una página de cupones de descuento.

Aunque no por esto nos vayamos a confundir y pensemos que esta buena mujer es una chofer de Orión con acceso a internet. Como a ella misma le gusta decir, ha abierto un libro o dos. Es microbióloga, especialista en fauna marina, y cuando no estaba pegada con el ojo al microscopio de su laboratorio en el Instituto del Mar, se dedicó a preparar sueros antiofídicos (los antídotos que te salvan la vida cuando una serpiente te muerde).

Alguna vez contaba con pena pero sin remordimiento, cómo debía alimentar a sus boas con pequeños ratones vivo, que las culebras devoraban. Previamente se las enroscaba en los brazos para que estos bichos sintieran el calor corporal de un mamífero y se despertara su instinto depredador. Una vez que el reptil estaba listo, lo agarraba por la cabeza y ponía su boca (la de la serpiente, no la suya) sobre la placa por la que debía escurrir el veneno para preparar las curas.

Cualquier chibolo rebelde debería hacer la prueba de hacerle la guerra a su vieja, cuando ella, mandil de cocina y cuchara de palo en la mano (su macana, en realidad), te agarraba del pescuezo y te decía, así agarraba yo a mis serpientes, así... y luego el veneno salía, como una miel, así salía; si yo quería, le pasaba el dedo con ese veneno a la taza de alguien y ¡paf!, se caía muerto. ¿Quién se iba a dar cuenta? Nadie. Ya, te vas a acabar tu comida, o no.

Sus agarradas de cuello las puso en práctica luego, a la hora de estudiar con nosotros, para que entre otros logros, repita hasta hoy de memoria, y ligeramente aterrado, la fórmula química del ácido sulfúrico (H2SO4, mamá), algo que por otro lado solo me ha servido para resolver algún crucigrama y escribir hoy esta columna.

Sus habilidades en el laboratorio al final las trasladó también a la cocina de su casa, donde como mínimo tenía que usar tres o cuatro hornillas juntas para ser feliz. Veloz y letal a la vez a la hora de cocinar, le parece hasta hoy una pérdida de tiempo apagar las hornillas para limpiar las planchas metálicas del aparato, y asumía siempre que quemarse las manos era un riesgo tan normal como poder contagiarse con una bacteria comecarne en un descuido cualquiera de sus, ahora, lejanos experimentos.

No sabe colgar fotos en su muro de Facebook, los smarthphones le parecen un misterio y siempre nos pide que cuando le tomamos una foto con nuestros teléfonos, colguemos la foto y la etiquetemos para que sus amigos puedan verla con sus hijos y sus nietos. Como solemos ignorarla, termina compartiendo frenéticamente cuanta foto encuentra a la mano en nuestras cuentas, para mostrar orgullosa su mayor logro. Nosotros. Y eso que ha tenido unos cuantos.

La misma mujer que todavía cree que Apple regala un iPhone6 a cualquiera que reenvíe un correo a todos sus contactos y lo publique en su muro, se encargó de diseñar alguna vez el laboratorio de biología marina de las primeras expediciones por mar que hicimos a la Antártida, continente al que nunca pudo ir, entro otras cosas, porque prefirió dejar sus tubos de ensayo y sus investigaciones por cuidar de nosotros y criarnos personalmente.

Ah, mi barco, dice con un suspiro suave cada vez que lo ve, enorme y anaranjado desde la orilla cuando visitamos el Callao y nos pide que nos acerquemos a las playas de La Punta. Pero se recompone rápidamente y dice que no se arrepiente de nada, que siempre habrá sido mejor vernos todos los días, a veces enloquecida hasta el borde del homicidio -el nuestro- peleando con las tareas, las enfermedades, el desorden y la ropa sucia.

A sus tres hijos. Aunque uno de ellos ganara un Premio Nacional y ella no. Aunque uno de ellos tenga una maestría becada en Europa y ella no. Aunque uno de ellos viajó a la Antártida y ella no.

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