Cómo un cuento leído cuando eres niño se convierte en realidad, no una si no muchas veces, año tras año y barro tras barro.

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 "El agua avanzaba rápidamente como buscando algo. Entonces sí que reaccionamos, aunque de primera intención no se tomó ninguna iniciativa. En la sala de la derecha, ebrios los músicos, sin darse cuenta, bromeaban todavía. Yo comencé a correr sin saber a dónde.

Un golpe fuerte en la sala de la izquierda que da al cauce, comprendiendo el peligro, nos puso con la cara seria. Y cuando ya lampón y pico los hombres se disponían, se inundaron las salas y los cuartos. La cocina con sus viejas era un grito de rezos. El agua furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. En un santiamén todo estuvo inundado sobre la altura de los cimientos".


Eso es. En solo dos párrafos -los de arriba- don Eleodoro Vargas Vicuña describió perfectamente lo que es la llegada de un alúd de piedra y barro en mitad de la noche llevándoselo todo, muebles, ropa, animales, personas. Todo. “Esa vez del huaico” tituló al cuento el magnífico escritor de Pasco, en un ejercicio increíble de simplicidad. El texto lo leí muchas veces en el colegio, y siempre me dejaba pensando cómo sería el espanto de que tu vida entera se la lleve el agua y el lodo, el río y la lluvia.

Luego me hice periodista y trabajando en esta misma casa me tocó ir a mí a cubrir los huaicos de Chosica. Todos sabíamos que el huaico iba a ocurrir tarde o temprano, por eso se tenía la previsión de tener listas y a mano botas de caucho para todos los que saliéramos disparados hacia la quebrada por la que bajaba el barro, o la rivera del río por dónde el cauce se había salido llevándose por delante cuanto hubiera.

Mi primer huaico fue hace unos 15 años, posiblemente. No recuerdo el año exacto, pero sí claramente uno al que me tocó ir con Pepe Velásquez, uno de los fotógrafos más veteranos del diario y del medio. Llegamos hasta donde pudo avanzar la camioneta, y cuando se quedó atrapada en el fango, empezó la caminata. No tengas miedo, chibolo, me decía Pepito con sus sesenta y tantos años, la cámara al cuello y el chaleco lleno de lentes y de rollos. Sabes a dónde vamos, Pepe, preguntaba yo con el barro ya hasta las canillas. Me miraba con paciencia y señalaba a los cerros, metidos y lejos de la carretera, donde no había nadie. Es por aquí, me decía... siempre es por aquí.

Y sí pues, siempre es por aquí. Las mismas quebradas y las mismas orillas del río. Pepe ya se las sabía de memoria porque llevaba años yendo a los mismos lugares, y hasta tenía sus rutas para ir a los sitios caletas, donde normalmente no llegaban las cámaras. Le encantaba tener la foto que nadie tenía, aunque significara regresar a la redacción con barro seco por encima de las rodillas -que también le encantaba- y para allá íbamos.

Ese día terminamos con una familia atrapada que se salvó porque todos se subieron a la mesa de madera de la cocina mientras el huaico hacía lo suyo. Y ahora qué va a ser de ustedes, le pregunté a un niño, que abrazaba a su perro recién encontrado y milagrosamente vivo. No sé, mi papá dice para que nos movamos más para allá.

Tal cual. Luego volvías años más tarde con las cámaras de televisión -las botas de caucho preparadas porque todos sabíamos que se venía el huaico- y te los volvías a encontrar. Te imaginas lo pobre que hay que ser para tener que levantar tu casita aquí, para que en dos, tres, cuatro años, o mañana, o el mes siguiente, se salga el río o venga la lluvia y se lo lleve todo, otra vez. Y te los vuelvas a encontrar.

O fácil no eran ellos, si no sus vecinos, o sus primos, o unos recién llegados, pero siempre, cada año que hay un huaico te los encuentras, en las mismas quebradas, en las mismas cauces del río. Los ojos de los hombres enrojecidos de miedo y de verguenza porque no pudieron hacer nada más por su familia. Los chiquillos con los mocos colgando, tosiendo todavía con la ropa húmeda. Las imágenes se mezclan entre uno y otro huaico. Como en esa película, “El día de la marmota”, en la que Bill Murray se despertaba todos los días para vivir exactamente lo mismo; tanto que ya se sabía de memoria lo que iba a pasar.

Como decía Pepe, siempre es por aquí. Y como decía Vargas Vicuña en su cuento, escrito en 1953, el agua furiosa sabía de memoria su trabajo...

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