En pocos días serán las elecciones para la nueva Mesa Directiva del Congreso de la República. Sobre el particular, llama la atención que deba renovarse cada año cuando el mandato parlamentario culminará en julio de 2026. La Constitución no dispone su renovación parcial a mitad de periodo y tampoco se ha producido la renuncia al cargo o censura que justifique nuevas elecciones. Para un Congreso fragmentado en más de diez bancadas, donde la composición de las fuerzas políticas muta producto del transfuguismo, la renovación anual de la Mesa Directiva no suma en favor a la experiencia, dirección y labor de la institución representante del pleno. Si a ello sumamos que las presidencias de las comisiones también se renuevan cada año, los proyectos de ley se quedan en el camino, pues, los que no sean impulsados y aprobados los siete u ocho primeros meses de gestión quedarán en el olvido cumplido el año.

La experiencia del trabajo en comisión instruye a los congresistas para conocer y fiscalizar mejor a un sector del gobierno (economía, salud, educación, etc.), pero su renovación anual sumada al impedimento de reelección inmediata entorpece la formación continua de la clase política. El problema descrito es más grave cuando, al realizar el ejercicio de sumar los votos de las bancadas con cierta afinidad ideológica, no existe predictibilidad para conocer cuál será la lista ganadora para ocupar la nueva Mesa Directiva; en su defecto, sólo tenemos la especulación mediática, opinión general de los congresistas y trascendidos en el pasaje de los pasos perdidos.

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